28. März 2013

Subir a La Paz /Ankunft in La Paz

Subir a La Paz



 

Subir hasta los 3600 metros de altura de La Paz les causa cierta intranquilidad a nuestros cardiacos corazones.
El resumen que hizo el guía de la enfermedad de Patiño, el barón de estaño, durante nuestra visita al Palacio Portales, aumentó nuestros temores, y aunque mi Prima, la Cardióloga, me respondió por mail que, tomadas las pertinentes precauciones y aclimatándose con tiempo, no había ningún peligro, nosotros nos miramos furtivamente el uno al otro intranquilos, sin hablar de ello para no alimentar la neurosis.



Die Apotheke "Zu leben wissen"
Ayer, cuando íbamos a la terminal de Cochabamba a informarnos de los horarios de autobús, nos tomamos la tensión en el tenderete de una enfermera y se quedó pasmada de lo bien que estábamos. Así pues, no hay absolutamente nada que temer. No en vano hemos pasado una semana más en Cocha (2.600 m) para coger altura... Por otra parte, todos los días me tomo con timorata probidad mis cuatro pastillas enteras más el ¼ de Bisoprolol, que se supone que es un tónico cardiaco... Así que, sin miedos, a la capital más alta del mundo, donde dicen que los huevos no se fríen, que el agua hierve a 70 grados y que se pesa 1,5 kilos menos!




El billete en coche-"leito" (con filas de sólo tres asientos) de Cochabamba a La Paz (casi 400 km, 6-8 horas) cuesta unos 3 € (!) por persona. Partiendo de esta premisa, cualquier condición es válida. Sólo por disfrutar del fenomenal paisaje se podría pagar el décuple.

Nuestros planes eran sacar el billete con antelación y obtener los dos asientos de delantera de anfiteatro; pero en la terminal de Cocha no se pueden sacar billetes con antelación.

 Es necesario ir allí el día de viaje -los autobuses parten cada hora- y esperar las horas necesarias si se quiere obtener una determinada plaza. No lo hacemos. Preferimos subirnos al primer autobús, en segunda fila de butacas. Delante de nosotros viaja una pareja joven con una niña casi de pecho. En la otra butaca, una madre no tan joven con un niño de unos cinco años. De quienes iban por detrás no me acuerdo.

El sol quema. A los cinco minutos de empezar el viaje todas las cortinas del autobús, excepto la nuestra, se corren del todo. Imposible ver nada del exterior. Esa es la primera operación. La segunda es comer. No bocadillos, fruta o salteñas (nombre boliviano de las empanadas „argentinas“) sino un menú. "Milaneza" con papas o pollo con arroz son lo habitual: los viajeros sacan unas bolsas de plástico con la comida y una cuchara y empiezan a darle. Un olor a cocina emplastiquecida llena el autobús. Menos mal que mientras salimos de Cochabamba puedo distraerme mirando desde mi propia ventanilla las calles que ayer mismo recorrimos con Mara: el hipódromo, la avenida Beijin y los parques del oeste de la ciudad. 
Pasamos cerca de Quillacollo, pueblo donde reside la Virgen de Urkupiña, patrona de la ciudad y es tal el caos circulatorio que nos alegramos de no haber ido ni al santuario ni a las termas.

 La carretera comienza un costoso y lento ascenso lleno de curvas, de subidas y bajadas hasta alcanzar el altiplano. Los primeros 100 kilómetros se llevan casi la mitad del tiempo del viaje. Con las cortinas tapadas y los altavoces a toda mecha, nos vemos Spiderman en una televisión modelo del siglo pasado. Los niños de delante juegan tranquilos en el pasillo; debajo de nosotros, el chófer charla, mejor dicho, escucha la monserga que una campesina (su mujer?) le va soltando sobre conflictos familiares, de salud y de inmuebles heredados. Su voz nos llega perfectamente.


Tan absorbido está el conductor en la conversación, que no se da cuenta de que la película ha terminado y la terrible sintonía de los preámbulos del video pasa una y otra vez repetidamente. Nadie reclama. Por fin, me decido a bajar las escaleras, me asomo al receptáculo y se lo digo. Lo corta en seguida.

Llegados al altiplano, en Querarani se sube un chaval de unos 12 años vestido como de uniforme escolar y empieza a cantar un huayno; canta y canta la misma cantinela durante los 20 km que dura el trayecto hasta Caracollo. Los huaynos son a Perú y Bolivia (mejor dicho, al universo Quechua y Aymara) lo que la copla a la mitad sur de la península Ibérica. Leo una antología de poesía aymara y veo en muchos versos las reiteraciones del huayno:

„Oh, dalia dalia, hermosa flor
Oh, dalia dalia, hermosa flor,
nunca me vas a olvidar
a mí.
Oh, si me olvidas
oh, si me olvidas,
desde el cerro, desde el llano voy a llorar
por tí..."


Pero leído no tiene ese tono de lamento gritón que le ponen los cantantes populares. El niño nos repite su letanía: 

El cantante /der Sänger im Bus

Estoy apunto de renunciar / tu amor, tu amor.
Ay qué dolor! / ahora tengo que renunciar
me iré, me iré lejos de ti
Estoy a punto de terminar
por culpa de tus mentiras,
ahora tengo que renunciar.
Me iré, me iré lejos de ti
Me engañastes, / me mentistes,
por eso estoy llorando.
Me engañastes, / me mentistes,
ahora voy a marcharme, / ahora voy a marcharme!.











Tres, cuatro, cinco veces repite la misma monserga sin gracia ni voz ni sentido musical. Luego pasa la gorra. Da un poco de lástima este escolar que parece que se paga el trayecto de la escuela en autobús cantando tan mal y con tan poco gusto que no le damos nada ¡Si por lo menos fuera Joselito...!
Pausa / Rast

Cuando llegamos a Caracollo el niño se apea. Nos apeamos todos, porque hay media hora de descanso. Se puede comer una sopa de quinoa o arroz con pollo en un modesto restaurante cuyo olor a comida revenida nos impide la entrada. Se puede ir a desaguar al wáter chapoteando en el suelo convertido en una laguna, o se puede dar una vuelta por la polvorienta llanura, estirar un poco las piernas y comprarse unas galletas.
En Caracollo se desvía la carretera hacia Oruro y hay mucho movimiento. Media docena de autobuses coinciden allí. Además, ahora está empezando el nuevo problema contra Evo Morales y hay presencia policial porque se temen bloqueos. (No hay que dudar que Evo es el rey del altiplano; pero sus pelotilleros quieren cambiar en nombre del aeropuerto de Oruro y esa ciudad, su ciudad natal, se ha levantado en pleno. Ese es el problema)

La Paz - Oruro vierspurig (Ausbau) - Bauarbeiten, um gut zu leben

Nos bajamos del autobús y nos aireamos. Estamos tan confiados, tan tranquilos, que hemos dejado los macutos en nuestros asientos. Hasta que aparece por allí una pareja de ejecutivos (o así) que se encargan como de la seguridad del lugar. Ella es gorda, calza zapatos afilados, pantalones y un gran chal bordado con mucho oro, a juego con las mechas del pelo. El viste un traje de confección pueblerina y exhibe una cartera de laptop. Ambos llevan una carpeta con papeles bajo el brazo: „¡Es inaudito!“-grita ella, que parece la jefa- „¿Dónde está el conductor? ¿Comiendo? ¿Y las puertas abiertas? ¿Es esto seguro?“. Por fin llega el conductor, que ha interrumpido su almuerzo, y cierra la puerta hermética del autobus. Ahora nadie entra ni nadie sale. A mi me tranquiliza, porque los gritos de la tipa me han levantado la alerta interior: en mi mochila están las medicinas, el laptop, la cámara de video, la bolsa de los pendrives, el cargador de baterías... miro alrededor y cualquiera de los allí presentes podría ser un amigo de lo ajeno: El niño cantor del autobús que resulta que es lazarillo de un ciego sucio y harapiento al cual conduce de mala gana por la plaza (qué viva imagen de Lázaro de Tormes!); los jóvenes rockeros que se han bajado de un autobús recien llegado y entran y salen dos veces del baño, la chavala con pinta de putilla que habla furtivamente con una vendedora; la señora mayor que va con una banqueta baja, se sienta entre dos autobuses y saca una cesta con chucherías... Llega gritando una chica joven que parece que va en los asientos traseros: ¡Mi bebé está dentro dormido, por favor, que me abran la puerta...! pero nadie llega. Y allí nos quedamos los viajeros esperando a que el chófer acabe de comer, nosotros lamentando haber roto la regla de oro y dejado nuestros objetos de valor dentro; la joven madre esperando que a su bebé no le haya pasado nada malo... 
Pero en el autobús todo está en orden. Sólo ha sido otro encontronazo con la provocada „inseguridad“ boliviana!
Desde Caracollo entramos en la pampa del altiplano con un tiempo revuelto. El cielo cambia cada cinco minutos de sol radiante a nublado cerrado, de chaparrón a viento racheado. Imposible tirar una foto de los pueblos de adobe con corrales de ovejas, de las vacas que pastan en el campo (dónde estarán las llamas, los ñandús, los guanacos?) de los cholos que van en bicicleta o que vienen del campo, de la escuela, del pueblo hacia caseríos aislados que se confunden con el terreno árido y marrón. 

 El Altiplano tiene un paisaje casi tan místico, tan austero como Castilla La Vieja. Grandes valles llanos que, en dirección norte-sur, se acunan entre las cadenas de los Andes, a 4000-4500 m de altura y  que, a pesar de su pobreza, su clima extremo y su falta de árboles, fueron los primeros territorios poblados de América. Quizás fuera a causa de la fertilidad del suelo que durante millones de años ha recogido y almacenado los sedimentos minerales escupidos por los volcanes. Los Quechuas y Aymaras que aquí vivían, hacían sus casa de adobes y las cubiertas de hierbas duras (ichu), criaban sus llamas y cultivaban papas, maiz, quinoa... así lo conocimos en el Altiplano peruano. En estos alrededores de Oruro parece que los pueblos están abandonados, las casas de adobes semiarruinadas, las chacras sin cultivar, aunque desde los tiempos de Evo estos pueblos tienen agua, electricidad, ambulatorios y escuelas y nos han dicho que la gente retorna y se dedican a la agricultura, dados los altos precios que alcanza actualmente la quínoa, y a una ganadería más productiva: en lugar de llamas, ovejas y vacas. 
Según nos acercamos a La Paz pasamos por algunas ciudades de belleza feroz, como Sica Sica, con una imponente iglesia y las casas desparramadas entre dos cerros redondos. 
Poco después aparecen los altos montes nevados (6.400 m) que se ven desde La Paz.

Casi con la luz del crepúsculo empiezan a verse junto a la carretera casitas de ladrillo, parcelas de terreno baldío valladas, la carretera se transforma en una autovía en construcción con desvíos por caminos arenosos en los que el tráfico lucha contra la invisibilidad del polvo, más casas, garajes de reparación de automóviles, calles sin urbanizar que salen de la ruta y se pierden en la nada y paulatinamente nos damos cuenta de que llegamos a El Alto. 
Coco ya nos había avisado de lo que era este arrabal de La Paz. En el periódico y la televisión se ha proclamado estos días la celebración de los 25 años de fundación de El Alto, una ciudad de más de un millón de habitantes. Un moloch salvaje, que, con gran actividad y energía, se va transformando de Favela brasilera en Móstoles mesetario:
Coches de todas las gamas y colores, furgonetas atestadas de viajeros, camiones cargados de mercancías, un tráfico anudado en atascos que se desatan sin que nadie sepa cómo, cholas ancianas y niños que cruzan la autopista indemnes, protegidos por misteriosos ángeles de la guarda, tenderetes de comida grandes y pequeños, comercios modestos o casi lujosos y una arquitectura estrambótica y dislocada, de edificios abstrusos alternando con barracas y mercados persas que ocupan el escaso espacio libre de las calles. El teatro de la lucha por la vida en pleno agiotismo, enfrascado en una actividad urgente que resulta estresante ya para el espectador. Hasta hace poco aquí sólo había chabolas.
 





















Más de una hora tarda nuestro autocar en cruzar El Alto. En dos o tres paradas, el autobús se vacía casi del todo. Luego hay que pasar por un peaje y cuando parece que ya hemos llegado, surgen las luces de La Paz repartidas por el cielo de las montañas y por el valle hasta muy abajo, muy debajo de nuestros pies. Sólo en otra ciudad he tenido la impresión de estar en el cielo, con las estrellas mezcladas con las farolas de las calles, rodeado de luces: Fue en Valparaíso. La Paz es lo mismo pero mucho mayor. Mientras descendemos los 500 metros de altura que separan El Alto del centro de la Paz, ni nos miramos, ni nos hablamos: nos hemos quedado mudos.
No todos los días puede uno asimilar una sorpresa semejante.



Ankunft in La Paz

Die Busfahrt von Cochabamba nach La Paz – so wurden wir vorgewarnt – würde rund 8 Stunden dauern und wäre es wert, uns anständige Plätze in einem Bus einer besseren Kategorie zu leisten. Die Fahrkarten kann man nur am Tag der Reise erwerben, und so ergattern wir welche im oberen Stockwerk eines zweistöckigen Busses, aber leider nicht in der Panorama-Frontreihe, sondern in der zweiten Reihe. Der Bus ist von der Qualität „leito“ (was auf portugiesisch „Bett“ heißt und hier bedeutet, dass es pro Reihe nur drei Sitze gibt, bequeme Kippsitze, auf der einen Seite des Ganges zwei, auf der anderen einer. Die Vorwarnung (durch die Holländer in unserem Quartier) beinhaltet auch, dass auf der Strecke nur einmal gehalten wird und dass es keine Bustoilette gibt bzw. falls doch, dann wäre sie zugeschlossen. Und so war es.



Die langwierige Fahrt aus Cochabamba raus hinauf aufs Altiplano haben wir kaum wahrgenommen. Zum einen stach die Sonne, so dass innerhalb von Minuten alle Vorhänge im Bus hermetisch zugezogen waren – wir hätten genausogut IM Koffer reisen können. Zum zweiten packten alle Mitreisenden sofort das mitgebrachte bzw. vor Abfahrt von Dutzenden durch unseren Bus drängelnden fliegenden Händlern verkaufte Essen aus. Immer alles Warm, Gekochtes, in Plastiktüten, was man dann mit einem Plastiklöffel reinschaufelt. Innerhalb von kürzester Zeit riecht der ganze Bus nach Suppenküche – mein Magen dreht mehrere Runden, es bleibt keine Alternative, ich muss gebannt auf den wackelnden unter der Decke hängenden Bildschirm starren, auf dem irgendeine Version von Spiderman läuft.


Nach einiger Zeit wird ein Mensch in den Bus gelassen, der uns Video-Kassetten von einem Wunderprediger verkaufen will, und als er wieder aussteigt, steigt ein kleiner Junge in Schulklamotten ein, der offenbar nach der Schule seinen Beitrag zum Familienbudget verdienen muss. Trotzig die Missbilligung aller in ihre Sitze Gefesselten ignorierend steht der kleine Kerl im Mittelgang und fängt an zu singen. Laut und falsch und ohne auch nur eine Ahnung der Poesie zu vermitteln, die eventuell in seinen Aymara-Gesängen stecken könnte. Eine ziemliche Zumutung. Als er auch im Unterstock sein Repertoir vorgetragen hat, kommen wir am Ort der Pause an. Die meisten Reisenden steigen aus. Wir befinden uns an einer staubigen weitläufigen Strassenkreuzung, an der 3-5 Adobehütten stehen und nacheinander weitere 3-4 Busse einlaufen.

Rastplatz

Der nach 4 Stunden nicht mehr aufzuschiebende Toilettenbesuch ist ein Härtetest. Derweil hat irgendjemand durchgesetzt, dass die Bustür geschlossen wird. Uns wird es etwas mulmig, denn wir haben unsere Rucksäcke mit all den „Wertsachen“ auf unseren Sitzen gelassen, wollten schnell zu ihnen zurück, aber nun müssen wir warten, bis der Busfahrer in einer der Hütten ein Mittagessen zu sich genommen hat. Während um die Busse herum ein lebhafter Handel abgewickelt wird – zig fliegende Händler warten hier darauf, ihre Lebensmittel, Getränke, Süßigkeiten, Plastikgefäße voller Suppe etc. loszuwerden – versucht eine Frau verzweifelt, in den Bus zu kommen. Sie hatte ihr Baby auf dem Sitz liegen lassen, während sie zur Toilette ausgestiegen war …

Nach einer halben Stunde kommt alles wieder ins Lot. Dem Baby geht es gut, der Fahrer hat den Bauch voll, unsere Rucksäcke hat niemand auch nur angesehen – es kann weitergehen.



Das Altiplano ist schon eine erstaunliche Landschaft. Brettl-eben, riesenbreit spannen sich die Nord-Süd verlaufenden Täler zwischen den Andenketten auf, auf 4000 bis 4500 m Höhe liegend, oft sind sie zig Kilometer breit und trotz ihrer Kargheit, der Baumlosigkeit und des herben Klimas sind es historisch die mit am frühesten besiedelten Gebiete Südamerikas. Ich tippe, das liegt an der fruchtbaen Erde. Denn dass diese Täler so eben sind, ist ja dem zu verdanken, dass hier in zig-tausend Jahren die Sedimente von den Bergen reingespült und abgelagert wurden. Die Quechua und Aymara, die hier lebten, bauten ihre Häuser aus Lehmziegeln, deckten sie mit Steppengras, züchteten ihre Lamas und pflanzten Kartoffeln, Mais und Quinoa an – davon konnte man früher wohl leben. Und so kannten wir es vom Altiplano in Peru. Auf der Strecke von der Kreuzung nahe Oruro bis La Paz geht es durch eines dieser breiten Altiplano-Täler. Aber die Dörfer sind weitgehend verlassen, die Adobehäuser verfallen, die Felder sind nicht bestellt.

Dorf auf dem Altiplano
 
Verlassene Adobehäuser im Vorbeifahren


Aufgelassene Felder
Lamas sehen wir keine, stattdessen manchmal ein paar Kühe. Nur ein, zwei Dörfer lassen etwas von alter solider ländlicher Kultur ahnen, haben stattliche Kirchen und Häuser, die bewohnt und unterhalten aussehen. Das Altiplano scheint – ähnlich wie die Hochebenen von Kastilien – nicht mehr den Lebensunterhalt zu garantieren. Später berichtet uns jemand, die Leute seien hauptsächlich weggezogen, damit ihre Kinder in den Städten in die Schule gehen könnten. Obwohl jetzt seit Evos Zeiten ja auch auf dem Land Strom, Wasser, Gesundheitseinrichtungen und Schulen verfügbar seien. Und es gäbe in der Tat Leute, die zurückgingen aufs Land, speziell um Quinoa anzubauen, mit der man derzeit gute Preise erzielen könnte.





Wo die Leute vom Altiplano alle hingezogen sind? Als wir uns La Paz nähern, kommen wir auch der Antwort näher. Die „Suburbia“ von La Paz, oder das, was wir dafür halten, beginnt rund 30 km vorher, und es soll noch über eine Stunde dauern, bis wir an die eigentliche Stadtgrenze von La Paz kommen. Es fängt ganz harmlos an, kleine Ziegelhäuschen in großen, mit Mauern begrenzten Grundstücken, die plötzlich auf dem platten Grün des Altiplano auftauchen. Noch sind die Berge im Hintergrund zu sehen, ein paar imposante 6000er mit schneebedeckten Gipfeln überragen malerisch die weite Landschaft. Dann wird die Parzellierung systematischer, immer an der Landstraße ausgerichtet, entlang derer ziemlich bald geschlossene Fronten von Haus-Mauer-Haus-Einfahrtstor-Gewerbe-Autowerkstatt-Wohnhaus-Mauer mit Tor …. etc. zu sehen sind. Seitenstraßen sind zuerst noch Dreckwege ins Nichts, später schon festgefahrene Lehmstraßen mit Bebauung rechts und links. Die Landstraße wird zur Hauptstraße. Rechts und links von dem Asphaltstreifen der Straße sind etwa 20 m breite unbefestigte Dreckstreifen, bevor die Häuserfront beginnt. 





Auf diesen Streifen finden Kommunikation und Handel statt: Autos parken oder halten, Kleinbusse be- und entladen Passagiere, Händler haben Zelte aufgeschlagen, Autos werden gewaschen oder repariert, Schulkinder ziehen in Herden Richtung nach Hause, Menschenmassen drängeln sich vor Marktständen – das Chaos ist nicht zu überbieten (oder hatte ich das schon in der Cancha von Cochabamba behauptet?). Je näher wir nach La Paz kommen, desto solider wird dieser Siedlungsverhau auf dem Altiplano. Zwischen den halbfertigen Ziegelbauten erscheinen immer öfter auch Prachtbauten, meist im Phantasiestil seines neu zu Reichtum gekommenen Besitzers. 





Noch näher gen La Paz sind dann auch Seitenstreifen, Gehsteige und Nebenstraßen gepflastert, es tauchen erste Bankfilialen auf, ein sicheres Zeichen für den Etablierungsgrad einer Stadt. Unser Bus dreht eine Runde um ein Straßenkarree, wo er hält und die meisten unserer Mitfahrenden rauslässt. „Letzter Halt in El Alto“ ruft er. Ja, El Alto, „Die Höhe“, das ist diese Suburbia, die sich innerhalb von 25 Jahren von ein paar Bretterverschlägen auf der Höhe des Altiplano oberhalb von La Paz zu einer eigenständigen Großstadt gemausert hat, die heute weit über 1 Million Einwohner hat und die zweitgrößte Stadt Boliviens ist. Fast alle Bewohner kommen vom Altiplano, viele haben die alten Trachten und Lebensformen beibehalten, und sehr viele von ihnen fahren morgens früh runter nach La Paz, um dort in den Straßen und Märkten ihre Waren anzubieten, um bei den besseren Leuten Hausmädchen oder Gärtnerdienste zu leisten, die Straßen zu fegen oder was auch immer für Dienstleistungen zu erledigen.

Wir fahren in den nächsten 14 Tagen häufig durch El Alto. Es ist jedes Mal faszinierend, aber auch erschreckend, denn hier, so scheint es, herrscht der nackte Überlebenskampf. Hier ist kein Platz für Farbe, Parks oder Kultur (doch, wir fahren an einem kurz vor der Vollendung stehenden Sportpalast vorbei!), für Kinderspielplätze oder Schnörkel, hier geht es drum, in der jungen sich etablierenden Stadt ein Auskommen zu sichern und sich ein Plätzchen zum Leben einzurichten. Immerhin, so informiert uns später ein Taxifahrer, bei allem Chaos: Barackenviertel gibt es nicht. Vieles sei unfertig, aber wer in El Alto wohne, habe eine Ziegelmauer um sich herum und ein Dach über dem Kopf. Die Kinder gingen in die Schule und die Leute hätten Zugang zur Gesundheitsversorgung.



Als wir noch versuchen, das Chaos von El Alto zu verdauen, weisen Schilder nach „La Paz“. Der Bus scheint über die Kante des Altiplano zu kippen, es geht auf eine steil nach unten abtauchende Schnellstraße, und vor uns liegt La Paz, in der ersten Abenddämmerung gehen die Lichter an, und bis wir 20 Minuten später in den Busterminal einlaufen bleibt uns vor Staunen der Mund offen stehen.



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