La Recoleta de Sucre |
1. Las Caídas
Escribo
con el último sol bañando el jardín tropical de un hotel de Samaipata,
casi hace frío, los pájaros se desgañitan despidiendo el día, el
jardinero riega la madreselva y los hibiscos del pie de la ventana,
Sabine se ha sentado fuera para ordenar al calorcito su cuaderno de
cuentas y yo estoy en nuestra „suite“.
Ayer, en la visita al Monasterio de La Recoleta, en Sucre, dí tres vueltas hacia la derecha, alrededor del cedro centenario que hay junto al cuarto patio, el Patio de los Naranjos, y el pequeño Notebook ha vuelto a funcionar. Un milagro? Se lo diré a Francisco.
Han ocurrido cosas raras estos días. Como si después de buscar la aventura en una agencia turística, de arrostrar peligros bajando montañas y subiendo cuestas circenses por increíbles pistas de tierra en desarticulados autobuses, el verdadero destino estuviera esperando a la puerta de casa. Sabine me dice que se siente tentada de no escribir nada, pero si no escribimos esto ¿qué contamos? Las cosas han sido como han sido y yo me limito a consignarlas con la máxima distancia de que soy capaz.
Hace tres días nos parecía imposible salir de Sucre. Aunque hay ciudades que atrapan, este no era el caso. Por lo menos no nos ataba con el hechizo de sus encantos, aunque la verdad es que se estaba bien en esa ciudad globalizada, con cafés y restaurantes globalizados, todos gestionados por extranjeros „post-hippies“, con su rincón de exotismo recluido en los mercados de vituallas, el Central y el Campesino, con su desconocido cementerio, sus iglesias y la amable simpatía, la honradez a carta cabal de los chuquisaqueños.
Pero queríamos salir de Chuquisaca, La Plata o Sucre.
Decidimos que estábamos limitándonos demasiado a las ciudades, que había que ver un poco el paisaje del campo, conocer la Bolivia profunda y que la „Ruta del Che“, donde la CIA prendió y asesinó al moderno héroe pop, estaba justo detrás de nosotros y se podía hacer en etapas de menos de seis horas de autobús: sólo había que ir a Villa Serrano y desde allí a Valle Grande (el lugar de la tragedia), pasando por La Higuera, donde había un buen hotel básico (la legendaria Casa del Telegrafista), llevado por un francés. Alguien, concretamente el suízo que dirige el turismo chuquisaqueño y que es uno de esos tecnócratas ultrapreparados, que se saben todos los horarios, autobuses y hoteles del país, nos dijo que el paisaje era maravilloso, etc... El plan empezó a fallar con que el francés no contestaba nuestro mail, con que su página web ya no existía y con que nosotros no queríamos hacer uso del móvil, no sé porqué. Nos sentíamos fuertes, con ganas de un poco de aventura y nos dijimos, pues venga, vámonos a ver qué pasa.
Lo primero era irnos a Tarabuco. Tarabuco (no „trabuco“) es un pueblo a unos 30 km de Sucre, el primero en nuestra ruta, que los domingos tiene un „mercado de indios“ al que todas las agencias turísticas llevan a todos los turistas que pasan por Sucre. No nos cabe ni un calcetín en la maleta, pero no se trataba de comprar, sino de ver.
Habia, pues, que ir a informarse a la Terminal, o dos calles más allá, de donde salían constantes trufis, minis y buses a Tarabuco y a Villa Serrano. Ibamos a coger un minibús, el 3ª, para llegar hasta allí; me adelanté para preguntar a una chica que esperaba sentada junto a una parada múltiple y ¡zas!, oí un golpe a mis espaldas. Me vuelvo y veo a Sabina tendida en el suelo, sangrando por la nariz. Había debido tropezar en la acera demasiado alta, había caído de bruces y las gafas se le habían clavado en el rostro arañándole toda la nariz y la boca. Ofrecía un aspecto desolador.
Le ayudé a levantarse, recogí las gafas que tenían los lentes sanos pero las zapatas a la virulé, nos sentamos junto a la chica de la parada y traté de limpiarla con kleenex y el líquido de un frasquito que me ofreció la chica. Era realmente aparatoso, pero parecía que no había nada más grave. En frente había un puesto de socorro. Un extraño señor nos lo indicó y entró con nosotros.
En la sala de espera, modesta y desconchada, había tres o cuatro señoras esperando y una enfermera sentada en una vieja mesa. El extraño señor nos anunció diciendo que „esta señora ha tenido un accidente y se ha herido...“. Le dije que me dejara explicarlo a mí y me contestó que „él también quería tomarse la tensión sin esperar la cola“... Con el jaleo salió una doctora que no sabía lo que hacer porque no tenía ni medios ni recursos para hacer nada a esa hora, casi mediodía del sábado. Nos metió en un cuartito que parecía un trastero y, a falta de vendas y alcohol, empezó a hacer preguntas que eran índicador de su desorientación: que si había sufrido un desmayo. No. Que le tomaría la tensión, la cual estaba en orden. Que si notaba que hubiera rotura... Sabine estaba con la cara como los nazarenos potosinos de la reciente semana santa y con el (pequeño) choc del golpe, pero contestaba bien. La doctora escribio una receta en un trozo de papel: mercurocromo, unas pastillas antiinflamatorias y una pomada, y nos dijo que, si se hinchaba, volviéramos para hacerle una radiografía. No, que era sábado; mejor que fuéramos al hospital directamente a hacérnosla. Pagamos 5 bs. por la consulta y salimos a la calle sin lavarle la herida ni curarla. No sé qué clase de centro médico era aquél, debía ser de medicina interna...
Fuimos con las recetas a la farmacia de enfrente. La farmacéutica, una mujer grácil, pequeña, con unos zapatos de tacón altísimos, nos recibió asustada: Qué os ha pasado? Cómo ha sido? Y cogiendo la receta, se quedó un poco pensativa. Qué barbaridad!, no vamos a ponerte este mercurocromo, que te dejará la cara roja, pobrecita, vamos a darte este otro que es casi incoloro, así como del colorcito de la piel, no más; las pastillas están bien, porque no se notan… Y la pomada, tampoco, que es demasiado aparatosa, vamos a darte esta otra que es reparadora y rejuvenecedora, que en dos días te dejará como nueva y no te quedará cicatriz y sacó un tubo de “Restaurene”...
De alguna manera, aquella farmacéutica-estheticienne, con su aspecto de girlie y su seguridad de criterio despertaba confianza, cambió las medicinas como quiso y cobró180 Bs.
De allí a casa. Sabine se quedó durmiendo y yo me fui a ver si conseguía arreglarle las gafas antes de que las ópticas cerraran para el fin de semana. Y lo hicieron maravillosamente: en una le enderezaron las patillas y en otra le pusieron las zapatas. 20 bs en total.
Por la tarde, después de dormir un buen rato, Sabine decidió que estaba bien, que no había daños serios y que lo mejor era continuar viaje. Una caída es para levantarse. Dando un paseo nos fuimos a las calles de la terminal de autobuses para ver qué comunicación había con Tarabuco y con Villa Serrano. Pero como encontramos un taxista que nos llevaría de Sucre a Tarabuco, de „hotel a hotel“, a nosotros y nuestras maletas solos y a la hora que quisiéramos, por 160 bs., lo apalabramos. Nos dio un papel con su nombre y su teléfono: Wilian Alegandro.
Ya se sabe que las desgracias no vienen aisladas. Mientras Sabine duerme, intento hacer algo mecánico que me impida pensar, tal que arreglar y seleccionar fotos para subirlas al blog... Siempre que hay enchufe a la vista procuro enchufar el aparato para tener la batería cargada en caso de necesidad. En un momento dado, me levanto de la mesa, se me enreda el pie en el cable y !zas!, el notebook se cae con la pantalla abierta (también de cara, vamos) contra el suelo. Cuando después de un rato lo levanto, parece que no ha pasado nada: Se pueden ver las fotos, se puede trabajar un poco con el PhotoScape y todo parece normal, pero resulta que no funciona, no se puede escribir.
Los dos pensamos que ya es hora de salir de esa ciudad que nos expulsa, que ya está cumplida la visita, que adiós!
Y al día siguiente salimos (con las dos maletas, que cada día pesan más, los dos macutos, que cada día pesan más, la bolsa de la vajilla que desde Bramadero no hemos vuelto a usar y los dos abrigos) en el taxi de Wilian Alegandro hacia Tarabuco.
2. Una noche en Tarabuco
Wilian llegó después de mediodía con un taxi bastante nuevo y nos llevó muy bien a Tarabuco.
El paisaje era como el del páramo de Castilla, provincias de Guadalajara, Segovia o Soria; pasamos por zonas de pueblos de adobe aplastados contra la tierra.
La música era de ésas de Radio Jehovah, con cierto ritmo afromerenguero pero con unos textos que no dejaban ni un salmo a salvo. Wilian nos iba informando de que íbamos a más altura, de que cambiaba la vegetación, de que en Tarabuco hacía más frío que en Sucre... Y nosotros, ignorantes, pensando que por ir hacia el este, alejándonos de los Andes y en dirección a la selva, íbamos hacia el calor y dejábamos atrás los rigores de Bramadero y del Altiplano! Otra vez nos habíamos metido en un charco por no habernos informado antes!
En Tarabuco no teníamos hotel, aunque en todas las guías vienen reseñados cuatro. El mejor parecía el Hostal Tarabuco y allí nos fuimos. Wilian nos dejó en la plaza del pueblo, bajamos las maletas y desapareció escopeteado.
Mientras Sabine con su nariz averiada se quedaba con las maletas, entré en la tienda de la plaza para preguntar por una habitación. Era un tugurio a cargo de un señor mugriento que se limitó a girarse y llamar hacia dentro: Delia! Habitación!
Se abrió la puerta y apareció una chica de nuestra edad, una guapa mujer de raza blanca, vestida de negro y con rostro vivo, de natural inteligente. Nos condujo al Hostal, unos 100 m allá, la única casa del pueblo con tres pisos. En el camino se informó de nuestra procedencia, nacionalidad, nombres, accidente nasal y no le dio tiempo a preguntar más. Tampoco a contestar nuestra pregunta de si la habitación tenía baño.
En cuanto atravesamos el umbral del hostal, me convertí en Don Gabrielito. La vaselina del diminutivo era para decirme que la habitación con baño estaba dada pero que éramos los únicos en el piso y que el baño que allí había era para nosotros solos. Luego nos mandó esperar sentados en un sofá viejo en el que ni se nos ocurrió sentarnos mientras ella cogía sábanas y limpiaba la habitación... Entró en un cuarto del patio que despedía un fuerte olor a baúl cerrado y salió con un hato de sábanas bajo el brazo que podían ser lavadas o no, porque eran de color marrón.
Con lo bien que nos había ido por los hoteles bolivianos y ahora la cosa empezaba a ponerse aventurera. Mientras doña Delia aseaba la habitación, nosotros subimos a la terraza para ver las vistas y comentamos que, con 60 bs (7 €), siempre sería la habitación más barata del viaje y una de las más baratas de nuestra vida. Menudo consuelo!.
Bajamos de la terraza cuando doña Delia sacaba con la escoba y el badil del cuarto que iba a ser el nuestro tal cantidad de carcamusas como si allí no se hubiera barrido desde hacía meses. Se daba perfecta cuenta de nuestros pensamientos e intentaba taparlos con una conversación encadenada: ella también se había caído un día que había granizado tanto que había una capa de medio metro en la terraza, y ella, infeliz, se subió a limpiar porque pensaba que se iba a hundir. ¡Qué más le daba a ella que se hundiera! Se olvidó de lo que era el granizo y se dio un resbalón que cayó de espaldas y hoy, dos años después, las radiografías cantan que no tiene roturas, pero ella sigue tomando tabletas para el dolor... Que si estábamos paseando? Que si nos gustaba Bolivia... habíamos estado en Roma? Y en Venecia? Ella fue hasta allí, que cómo, pues con una agencia que la llevó en un „tours“. Ahora estaba ahorrando para ir el año que viene a Tierra Santa. Eso sí que le gustaría!. Cuando habla del ahorro le pago (antes de que me diga que son 60 bs. por cabeza, como hizo la del Titicaca): -“Pero no le devuelvo ahora el dinero, don Gabrielito, sino cuando me dé usted la llave, que luego se les olvida y se la llevan!“ Y se fue.
Mientras tanto el sol casi había desaparecido y con las sombras llegó un frío paramero, seco y desagradable. Salimos a dar una vuelta y recorrimos todas las calles del pueblo, todas casi vacías. A mí me gustó. Es un pueblo de adobe sin otro mérito estético que su uniformidad, lo que en los tiempos que corren no es poco, calles rectas y largas, alrededores amarillos de cereales maduros y montañas de vegetación rala y una gran plaza verde en el centro.
A un lado de la plaza un terrible monumento „gore“ en tecnicolor: un indio se come con furo gesto de comic el corazón de un soldado español que yace a sus pies con un boquete abierto en el pecho. Junto a la escena, una gran cartela lo explica muy bien.
Como el frío era bastante insoportable y la nariz de Sabine empezaba a ponerse molesta, decidimos ir a cenar algo para después refugiarnos en nuestra mugrienta habitación.
Tras de la caída y del golpe del notebook, llegó entonces la tercera desgracia.
Al pasar por una calle vimos un cartel de restaurante y, dentro, unas mesas con hule que parecían limpias y una mesonera gorda y reluciente que inspiraba confianza. Entramos. Queríamos una sopa caliente, pero no había sopa. Sabine pidió una manzanilla, pero eso no estaba en la carta. Sólo había „pollo al broaster“ y papas fritas. En Bolivia -como también en Perú y en Chile- se come mucho, muchísimo pollo. Casi todos los restaurantes aviares lo ofrecen de dos maneras: „al broaster“ o „al espiedo“. El primero es seco, rebozado con una pasta tipo coraza crujiente. El segundo es asado al palo en máquina. El pollo es uno de los pocos alimentos casi desterrados de nuestra cocina, porque a base de verlos amarillos en el mercado y de tragarnos documentales de animales apresados en 10 cm² nos resultan repugnantes. Yo ya he comido, con todo, dos o tres veces pollo en Bolivia, pero Sabine pidió sólo papas fritas. Cenamos con bastante frío, pagamos nuestros 11 bs y luego nos fuimos a casa.
Casi al salir de aquel tugurio Sabine empezó a sentirse mal. Yo pensaba que era a causa de la nariz, pero era a causa de la comida, que le había descompuesto el estómago.
Por la noche, leí en un libro bastante regular que me compré en La Paz. El autor es un antropólogo francés del siglo xix , racista y positivista:
„Los indios de Tarabuco pertenecen a la raza quichua; generalmente son individuos bien puestos y se pueden considerar como lo más bellos tipos de su raza. Ellos y ellas llevan monteras de cuero de buey, con los bordes ligeramente vueltos y cuya forma semejan exactamente al morrión español. Aunque el indio beba sin medida en el curso de sus fiestas, es, por el contrario, de una sobriedad absoluta el resto del año. El alcoholismo no existe entre los indios, al menos entre el indio agricultor que nos ocupa. La ebriedad individual no tiene sentido para él: la ebriedad por alcohol es realizada en común por todo el pueblo y únicamente en el curso de las fiestas, conforme a usos consagrados. En tiempos ordinarios el indio no bebe más que agua. Su alimentación es casi exclusivamente vegetariana, se compone de papas, maíz, quínoa, oca y excepcionalmente de cabra o de cordero. Hacen una especie de pan sin levadura con harina de trigo o de maíz, un poco de grasa, sal y agua. El indio de la región de Tarabuco masca hojas de coca todo el día. Estas hojas son muy secas y se las mete una a una en la boca, acullicándolas.
El indio de Tarabuco, como los del altiplano, ignora completamente la higiene. Duerme sobre el suelo cubierto de pieles de cordero o de cabra, con la cabeza reposada sobre una piedra o un trozo de madera recubiertos de tejido. Se protege contra el frío mediante mantas de lana tejidas por su mujer. Los indios no se lavan jamás, excepto la cara y las manos los días de fiesta.
La pureza del aire y la habitual sequedad de la atmósfera protegen a los indios contra las enfermedades infecciosas, que son raras entre los adultos, a pesar de la falta de higiene. Por el contrario la mortalidad infantil es considerable.
Todos los tejidos usados por los indios de Tarabuco son obra de sus mujeres. La mayoría están adornados por dibujos que atestiguan un admirable sentido de la armonía de los colores y una gran habilidad. Dibujos y colores no varían, pues sin duda son resultado de una obra colectiva establecida poco a poco en el pasado; pero son superiores en calidad y belleza... Los indios rehúsan vender estos tejidos, porque dicen que han sido fabricados por sus mujeres para el uso doméstico y no admiten que se pueda modificar esta intención haciéndolos objeto de comercio“
Así pues, estábamos metidos en un ambiente mixturado: los criollos han adoptado las costumbres de los indios y no se lavan. Los indios han adoptado las costumbres de los criollos y venden lo que siempre fue invendible: sus telas.
Nos acostamos vestidos, en parte por frío y en parte por asco. El piso del hotel, entretanto, se había llenado: Familias con niños llegadas de los pueblos, jóvenes bajados de monte para divertirse (y beber) el fin de semana, algún comerciante del mercado. El pasillo era una procesión constante, carreras infantiles, discusiones de borrachos, televisiones (una por habitación, eso sí) con telefilmes... Leyendo y sufriendo me fui quedando dormido. Oí a Sabine levantarse y salir al retrete dos o tres veces y, según me contó, siguió levantándose dos o tres veces más que yo no oí, siempre armada de papel y con el tubo de „Sagrotán“ (desinfectante alemán potentísimo que siempre va en nuestro equipaje) en la mano.
Por la mañana la pobre estaba hecha unos trapos. Dimos una vuelta por la plaza, viendo como los indios montaban el mercado antes de que llegaran los turistas de Sucre. Tomamos un café y una manzanilla en uno de los bares, probablemente donde deberíamos haber cenado el día anterior; la dueña también se interesó por el accidente nasal y, llena de compasión, le aconsejó a Sabine que se pusiera una telita de huevo criollo sobre la nariz, que a ella también una vez... y nos contó su caso. Volvió a insistir, que se pusiera la telita de huevo y que se la dejara una semana puesta (!), que ella tenía allí mismo huevos criollos y que... Por poco nos la pone, pero salimos de allí a tiempo. Sabine sólo quería ducharse. Nos fuimos a la calle paralela a la plaza, donde estaban aparcadas las micros y los trufis y contratamos un vehículo para nosotros solos y de inmediato. Queríamos volver a Sucre y, a toda costa, a un hotel limpio. Cuando el conductor de la micro, que era joven, simpático y comprensivo con nuestra minusvalía física, nos preguntó la dirección del hotel, Sabine dijo, como por ensalmo: Al hotel Kolping, en La Recoleta. Y allí estábamos una hora después. Gracias a Dios, había habitación libre, aunque no fuera matrimonial.
3. Milagro en La Recoleta
Sabeis dónde estoy en este momento? Sentado en la popa de un barco en mitad del río Ibare. Hemos salido de Trinidad esta mañana y desde entonces surcamos las aguas tranquilas
color cobre del río. La capitana y la tripulación pintan sillas y muebles ”labores de mantenimiento”) y nosotros tendríamos que haber ido de excursión para quitarnos de en medio, pero en atención a mi gripazo (lo cogí ayer en San Ignacio de Mojos) y a que así lo queremos, nos han permitido quedarnos a disfrutar de esta escenografía de Mark Twain, con Tom Sawyer y la Vida en el Mississippi a nuestro alcance. Así pues, viendo pasar las nubes por debajo de nosotros, los loros y los monos moviéndose por los árboles y admirando la potencia de la selva, en esta “Reina de Enin”, mucho mejor, más bonito, cómodo y repintado que la Reina de África, tengo que contar el milagro de La Recoleta.
Hay formas y formas de aprovechar un hotel. En este barco del río Mamoré consiste en disfrutar del silencio en la hora mágica del atardecer, en ver pasar los troncos e islas de hojas de tarope que arrastra la corriente y en admirar la fuerza lenta pero imparable del río, increíble en sus apenas 300 metros de altura, a 3000 km del Atlántico.
En el hotel Kolping de Sucre se disfruta también del atardecer desde la loma de La Recoleta, se cena limpia, limpísimamente, se ducha uno un par de veces o tres o cuatro para disfrutar del chorro fuerte y limpio y se reboza desnudo en las sábanas limpias sin remilgos ni pudor. Merecida felicidad tras la noche en Tarabuco! Lo primero que hemos hecho al llegar es dormir hasta saciarnos. Luego yo me he ído a la terminal a ver qué pasaba con los autobuses a Santa Cruz. El resultado ha sido bastante decepcionante: el viaje dura unas 10 horas y sólo es posible ir de noche: se sale entre las 16 y las 18,30 horas y se llega entre las 5 y 7 de la mañana. El coche no tiene wáter (“pero hace tres o cuatro paradas”), Lleva, eso sí, asientos reclinables y todas las flotas que veo en los andenes tienen vehículos viejos, sucios, miserables. Pregunto cuál es la mejor empresa y la amable y paciente señora me dice sin dudarlo: “El Chaqueño”, y allí compro dos boletos por un precio alto (180 Bs) para el día siguiente, esperando que Sabine está en disposición de viajar en esas condiciones.
Al día siguiente, bien dormidos, duchados y desayunados programamos nuestra espera hasta las seis de la tarde, hora en que saldrá el autobús. La mejor manera es ir a La Recoleta, un convento de franciscanos que hay en el mismo monte del hotel y que aún no hemos visto.
Los conventos coloniales de Sucre (de Bolivia, en general) ofrecen pocos atractivos. Todos tienen visitas guiadas por señoritas que cumplen con su cometido: recitan el texto sin apartarse ni una coma del original aprendido, con una distancia y una falta de interés que hace imposible que las bobadas que dicen indignen al visitante. Se limitan a contar anécdotas de la orden religiosa, a proclamar lo difícil que era la vida de las mujeres allí enclaustradas y a enumerar la cantidad de oro o de plata que tienen los objetos litúrgicos, marcos de cuadros o altares que muestran. Si hay alguna pintura o algún trabajo de talla, se limitan a decir que es arte criollo del altiplano y se ahorran nombrar, por ejemplo, a Perú, porque en todas estas manifestaciones hay siempre latente un nacionalismo a ultranza.
En el convento de La Recoleta no hay nada, casi absolutamente nada que ver; tiene un cuarto patio que la guía dice que es copia del de la catedral de Sevilla porque tiene 16 naranjos plantados: El Patio de los Naranjos. Y, en la parte trasera del patio, un cercado aísla el enorme tronco de un “cedro” que no tiene que ver nada con los cedros del Líbano que nosotros conocemos, sino con los “cedros canadienses”, o lo que eso sea. La guía explica que antiguamente ni quince personas agarradas de la mano podían abrazar aquel enorme tronco; Una parte del mismo se secó y actualmente son ocho las personas que unidas no lo pueden abrazar. Sin embargo, nos da un consuelo: si se dan tres vueltas de izquierda a derecha, habrá boda dentro del año, y si de derecha a izquierda, se cumplirá el deseo que se pida. Lo oigo y me pongo a dar vueltas para pedir la curación del ordenador. Los cuatro o cinco del grupo, incluída Sabine, me siguen, cada cual intentando deshacerse de su cuita principal.
Después de la visita aún nos quedan cuatro o cinco horas muertas. Sabine se refugia en el internet del hotel y yo me voy por las calles en busca de un técnico que me ayude a realizar el milagro de La Recoleta. Casi lo consigo. El aparato no tiene nada roto, pero habría que recargar los programas de nuevo porque hay algo que falla en ellos. Lástima que no tengamos un día más de tiempo!. Por fin, con el aparato funcionando lentamente pero pudiendo recuperar las fotos y los textos, nos vamos al autobús en dirección a Santa Cruz.
A la tercera va la vencida! Esta vez conseguimos salir definitivamente de Sucre.
Von den (Hin-/ Un-/ Runter-/ Durch-)Fällen des Lebens
Gabriel will auch diese Episode(n) unserer Reise nicht auslassen. Ich hätte sie galant übersprungen, aber er meint, wir hätten sonst für diese Tage gar nichts zu erzählen. Also seis drum
Unser Abgang aus Sucre war voller Zwischenfälle. Schon beim Ausflug zum Bramadero hatten wir angemerkt, dass es nicht so einfach ist, die Stadt zu verlassen. Dieser Eindruck verfestigte sich. Auf dem Weg zum Busbahnhof, wo wir fragen wollten, wie wir auf der Rute des Che mit kleineren Etappen von Sucre nach Santa Cruz gelangen könnten, habe ich mich sauber auf die Nase gelegt. Hier ist ja immer alles voller Stolpersteine. Die Gehsteige ändern ständig die Höhe, weil jeder vor seinem Haus pflastert wie er will, und ausserdem gibt es auch im Fussgängerbereich Schlaglöcher über Schlaglöcher. Bisher hatte wir all diese unfallfrei umschifft, aber hier war eine Bordsteinkante plötzlich sehr viel höher als von mir unbewusst wahrgenommen, so dass ich mit dem Fuss hängenblieb und einfach vornüber gekippt bin. Die Hände offenbar in den Hosentaschen, denn so blöd kann man sonst gar nicht fallen. Plautz – einfach auf die Nase. Im wahrsten Sinne des Wortes. Selbige ist mit mir dann wohl noch ein Stück gerutscht, während die Brille da blieb, wo sie aufgeschalgen ist. Will sagen, die metallenen Stege der Brille sind die 10 oder 12 cm vom Nasenrücken bis zur Oberlippe runtergeratscht und haben zwei ordentliche langgezogene Kratzwunden hinterlassen Das Blut troff, ich dagegen hatte Panik wegen der Brille (... Reise abbrechen, sofort nach Hause fliegen, ich sehe NICHTS!). Aber sage niemand mehr was gegen Fielmann-Qualität! Die Nase war hin, die Brille nicht.
Die Umstehenden waren absolut nett, halfen mit Rat und Tat, Taschentüchern und Desinfektionszeug (wer hat sowas schon dabei). Und ein Herr geleitete uns direkt zum Erste-Hilfe-Posten, der in der Tat ganz in der Nähe war. Er wolle da sowieso hin. Gabriel tippte, der Mann habe unseren Notfall genutzt, um sich mit uns an der Warteschlange vorbeizumaneuvrieren. Zu diesem Zeitpunkt war mir schon klar, dass alles nicht so schlimm war. Nichts gebrochen, die Augen nicht tangiert, das Bluten hatte schon aufgehört. Die Ärztin war freundlich, aber – in Ermangelung von Ausstattung, so schien es – wenig hilfreich. Ich hätte erwartet, dass man mir die Wunden desinfizierte, aber stattdessen wurden nur die entsprechenden Mittelchen aufgeschrieben, und wir haben sie dann selber in der Apotheke besorgt. Das Desinfizieren hat Gabriel übernommen und mich ins Bett gesteckt, während er die Brille richten liess (es war einiges verbogen, die Nasenpolster mussten ersetzt werden). Und nach wenigen Stunden sah ich zwar aus wie Frankensteins Grossmutter, fühlte mich aber wieder einigermassen gut und hatte auch wieder eine funktionsfähige Brille.
Aber ein Unglück kommt selten allein, und so passierte es an diesem Nachmittag, als ich mich im Hostal ruhig halten wollte und Gabriel sich mit den Fotos am Computer die Zeit vertrieb, dass er beim Aufstehen irgendwie unachtsam war und sich im Computerkabel verheddert hat, so dass das gute Stück mit dem aufgeklappten Bildschirm und voll in Funktion auf den Boden fiel und danach nicht mehr recht fröhlich wirkte. Irgendwas ging zwar noch, das System rappelte sich in mehrstündigen Durchgängen, aber es war ganz offensichtlich einiges kaputt.
Wir wollten uns nicht entmutigen lassen, sondern nahmen die Zeichen eher als Hinweise dafür, dass wir diesen Ort endgültig verlassen sollten, so dass wir den Plan für unsere Abreise am nächsten Tag aufrecht erhielten.
Eine Nacht in Tarabuco
Der nächste Tag war Samstag und wir machten uns auf dem Weg nach Tarabuco, etwa 60 km von Sucre entfernt. Hier wollten wir die erste Reisenacht verbringen, am Sonntag Morgen dort den berühmten Markt besuchen, zu dem die Touristen busseweise aus Sucre angekarrt werden, aber dann mit irgendeiner „mobilidad“ (Fahrgelegenheit) weiter nach Villa Serrano fahren, was etwa 3-4 Stunden auf schlechter ungeteerter Strasse entfernt lag, als nächste Etappenstation Richtung Santa Cruz. So der Plan.
Gabriel hatte uns für den Weg nach Tarabuco ein Privattaxi besorgt – das ist oft nicht sehr teuer und war in diesem Fall meiner Nase zuliebe ein willkommener Luxus. Willian (die Rechtschreibung hat hierzulande ihre eigenen Regeln) fuhr uns durch die karge Landschaft südöstlich von Sucre, und Gabriel stellte immer wieder fest, dass alles aussah, wie im nördlichen Kastilien vor 50 Jahren. Die trockenen Felder, die niedrigen Adobedörfer, die Tierpferche mit ein paar Schafen, einem Pferd, einem Esel, die Ziegeldächer ... Willian klärte uns auf, dass wir in grössere Höhen führen – wieder zurück auf über 3000 m – und wir Ignoranten hatten gedacht, dass es nun nach Osten und bergab in üppigere Vegetation und etwas mehr Wärme ginge.
Tarabuco ist ein Kaff. Im Internet hatte man kein Hotel reservieren können, aber die Reiseführer berichteten von ein paar Einrichtungen mit Basis-Service, darunter das Hostal Tarabuco. Willian setzte uns am Platz ab, und dort hing auch an einem Laden ein Schild zum Hostal Tarabuco, das von Unterbringung und Doppelzimmern und Bädern kündete. Gabriel ging in den Laden, und dort brüllte jemand nach hinten „Delia, Zimmer!!!“. Delia erschien, eine reife Frau (in unserem Alter), schwarz gekleidet und mit vergnügtem Gesichtsusdruck. Sie führte uns einige Häuser weiter zum einzigen 3-geschossigen Gebäude des Dorfes. Jaaa, sie habe Zimmer mit Bad.
Sie richtete ihr freundliches Geplauder an „Don Gabrielito“ und wies uns an, uns im Hof des Hauses hinzusetzen (angesichts des Zustands des uns zugewiesenen Sofas blieben wir lieber stehen) und einen Moment zu warten. Delia zog mit Schippe und Besen auf die den Hof umgebende Galerie im ersten Stock, während Gabriel die Koffer die Treppe rauf schleppte. Wir sollten doch mal auf die Dachterrasse gehen. Von dort hatte man wirklich einen schönen Blick auf das Dorf im Abendlicht. Sehr kastilisch, ohne Zweifel, und sehr elemental. Doña Delia hatte inzwischen unser Zimmer gekehrt, und die Ausbeute auf der Kehrschaufel liess uns vermuten, dass das nur einmal im Monat passiert und wir besondere Gäste waren. Dann wurde Bettzeug aus der Bettenkammer geholt, und wir überlegten noch, ob das ein Lager für gewaschene oder für benutzte Bettwäsche sei, als „Don Gabrielito“ schmeichelnd klar gemacht wurde, dass das einzige Zimmer mit Bad leider schon vergeben sei, aber das Etagenbad (das würde sie auch gleich sauber machen) sei ganz in der Nähe und wir seien die einzigen – fast – die es nutzten. Aber davon konnte natürlich nicht die Rede sein. Ein paar der etwa 6-8 Zimmer pro Etage waren schon belegt, direkt nebenan eine Familie mit 2 Kleinkindern, die etw ab 4 Uhr morgens umschichtig brüllten, und im Laufe der Nacht füllte sich das ganze Haus bis zum letzten Bett. Was wir alles life miterlebten, denn die Wände waren aus Papier, alle Fenster gingen in denselben Innenhof und jeder machte so viel Lärm wie er eben wollte. Da war auch der Preis kein Trost, obwohl die Nacht mit 60 Bolivianos (7 €) sicherlich die preiswerteste der ganzen Reise war.
Doña Delia plauderte weiter, wie schön Spanien sei, und sie war auch schon in Rom gewesen und will nun ins Heilige Land, ja, mit einer Agentur, sie kann es sich leisten (aha, mit solchen Pensionspreisen kann man also offenbar Geld verdienen!) ... und wir bezogen endlich, wenn auch mit wenig Begeisterung, unser Zimmer. Inzwischen ist jedoch die Abendkälte eingefallen und uns wird klar, dass wir in dieses Bett ohnehin nicht in leichter Nachtkleidung klettern werden, sondern mit Wollsocken und Fleeceweste. Draussen ist es wirklich lausig kalt, wir drehen eine Runde durch den kleinen Ort und finden schliesslich in einer Seitenstrasse eine Imbissstube, in der wir etwas zu essen bestellen (nein, einen Tee könnte sie mir leider nicht servieren, der stünde nicht auf der Karte). Auf der Karte stand wenig, und während Gabriel immer noch in der Lage war, Huhn zu essen, bestellt ich mir lediglich ein paar Pommes – genauer gesagt Salchipapas, d.h. Pommes mit einem kleingeschnittenen Wiener Würstchen. Ob es letzteres war oder die Sosse der Pommes, die ich für Mayo gehalten hatte – keine Ahnung – aber hier nahm der dritte Unglücksfall seinen Anfang, der die 3er-Serie vervollständigte. Die Nacht wurde ein Alptraum. Ich habe mich mit dicker Jacke und meiner Sagrotanflasche zwischen dem Lärm des Hotels, den Krämpfen meines Magens, der Kälte und der den halben Galeriegang entfernten Gemeinschaftsinstallation hin- und herbewegt und den Tag verflucht, an dem wir auf diese blöde Reise gegangen sind ...
Am Morgen war mein Körper leer, die Sonne schien und die Welt wirkte schon wieder etwas rosiger. Der Markt war klein, nett und wenig spektakulär – es wurden überwiegend die Dinge verkauft, die wir schon im Hochland gesehen hatten, und zusätzliches Gewicht im Gepäck brauchten wir ohnehin nicht. So nahm sich Gabriel meines insgesamt eher bescheidenen Zustands an, engagierte wieder ein Privattaxi und liess uns zurück nach Sucre chauffieren, anstatt mit dem Abenteuer in Richtung weiterer und unbekannter Ziele fortzufahren.
Und als es darum ging, wohin in Sucre, da fiel mir spontan das Kolpinghaus ein, das wir vor einigen Tagen oben am Berg gesehen hatten, mit himmlischer Aussicht und einem enorm soliden und sauberen Eindruck. (Der Preis war uns in diesem Moment egal, aber im Endeffekt lag er gar nicht wesentlich höher, als der von unserem netten Hostel, in dem wir vorher gewesen waren). Um 11 Uhr morgens lag ich dort bereits in einem super bequemen Bett mit weissen Linnen und Blick auf blühende Büsche vor der Tür. Dort sind wir bis zum nächsten Abend geblieben und haben dann sowohl Sucre als auch die Unglücksserie erfolgreich hinter uns gelassen.
Fast ein Wunder
Das Kolpinghaus liegt auf derselben Anhöhe, auf der sich auch das Kloster Recoleta und seine angeschlossene Schule befinden. Es fehlte noch in unserer Besichtigungsliste, so dass wir ihm am nächsten Tag einen Besuch abstatteten. Das Kloster hat 4 Höfe bzw. Kreuzgänge. Im vierten steht eine riesige Zeder, die keine Zeder ist, sondern einer der vielen einheimischen Bäume, die die Kolonisatoren in botanischer Unkenntnis nach irgendwelchen europäischen Bäumen benannt haben. Um den alten Baum herum müssen sich 8 Personen an den Händen fassen, um ihn ganz umgreifen zu können.
Wenn man dreimal rechts um ihn herumgeht, wird ein Wunsch erfüllt, dreimal links herum gibt einen Ehepartner. Da wir letzteren schon haben, ging es rechts herum. Mit grossem Ernst und Konzentration. Da nichts von Geheimhaltung gesagt wurde, kann ich es ja ruhig erzählen: mein Wunsch galt unserer Gesundheit für den Rest der Reise
(und speziell meiner Nase!), Gabriels – das war mir klar – der Gesundheit seines Laptops. Und stellt Euch vor, beim nächsten Versuch liess sich der Laptop immerhin anschalten, und die meisten Programme gingen auch wieder – wenn auch sehr langsam. Na ja, und mit der Gesundheit geht es seitdem auch wieder beständig aufwärts ...
La música era de ésas de Radio Jehovah, con cierto ritmo afromerenguero pero con unos textos que no dejaban ni un salmo a salvo. Wilian nos iba informando de que íbamos a más altura, de que cambiaba la vegetación, de que en Tarabuco hacía más frío que en Sucre... Y nosotros, ignorantes, pensando que por ir hacia el este, alejándonos de los Andes y en dirección a la selva, íbamos hacia el calor y dejábamos atrás los rigores de Bramadero y del Altiplano! Otra vez nos habíamos metido en un charco por no habernos informado antes!
En Tarabuco no teníamos hotel, aunque en todas las guías vienen reseñados cuatro. El mejor parecía el Hostal Tarabuco y allí nos fuimos. Wilian nos dejó en la plaza del pueblo, bajamos las maletas y desapareció escopeteado.
Mientras Sabine con su nariz averiada se quedaba con las maletas, entré en la tienda de la plaza para preguntar por una habitación. Era un tugurio a cargo de un señor mugriento que se limitó a girarse y llamar hacia dentro: Delia! Habitación!
Se abrió la puerta y apareció una chica de nuestra edad, una guapa mujer de raza blanca, vestida de negro y con rostro vivo, de natural inteligente. Nos condujo al Hostal, unos 100 m allá, la única casa del pueblo con tres pisos. En el camino se informó de nuestra procedencia, nacionalidad, nombres, accidente nasal y no le dio tiempo a preguntar más. Tampoco a contestar nuestra pregunta de si la habitación tenía baño.
En cuanto atravesamos el umbral del hostal, me convertí en Don Gabrielito. La vaselina del diminutivo era para decirme que la habitación con baño estaba dada pero que éramos los únicos en el piso y que el baño que allí había era para nosotros solos. Luego nos mandó esperar sentados en un sofá viejo en el que ni se nos ocurrió sentarnos mientras ella cogía sábanas y limpiaba la habitación... Entró en un cuarto del patio que despedía un fuerte olor a baúl cerrado y salió con un hato de sábanas bajo el brazo que podían ser lavadas o no, porque eran de color marrón.
Con lo bien que nos había ido por los hoteles bolivianos y ahora la cosa empezaba a ponerse aventurera. Mientras doña Delia aseaba la habitación, nosotros subimos a la terraza para ver las vistas y comentamos que, con 60 bs (7 €), siempre sería la habitación más barata del viaje y una de las más baratas de nuestra vida. Menudo consuelo!.
Bajamos de la terraza cuando doña Delia sacaba con la escoba y el badil del cuarto que iba a ser el nuestro tal cantidad de carcamusas como si allí no se hubiera barrido desde hacía meses. Se daba perfecta cuenta de nuestros pensamientos e intentaba taparlos con una conversación encadenada: ella también se había caído un día que había granizado tanto que había una capa de medio metro en la terraza, y ella, infeliz, se subió a limpiar porque pensaba que se iba a hundir. ¡Qué más le daba a ella que se hundiera! Se olvidó de lo que era el granizo y se dio un resbalón que cayó de espaldas y hoy, dos años después, las radiografías cantan que no tiene roturas, pero ella sigue tomando tabletas para el dolor... Que si estábamos paseando? Que si nos gustaba Bolivia... habíamos estado en Roma? Y en Venecia? Ella fue hasta allí, que cómo, pues con una agencia que la llevó en un „tours“. Ahora estaba ahorrando para ir el año que viene a Tierra Santa. Eso sí que le gustaría!. Cuando habla del ahorro le pago (antes de que me diga que son 60 bs. por cabeza, como hizo la del Titicaca): -“Pero no le devuelvo ahora el dinero, don Gabrielito, sino cuando me dé usted la llave, que luego se les olvida y se la llevan!“ Y se fue.
Mientras tanto el sol casi había desaparecido y con las sombras llegó un frío paramero, seco y desagradable. Salimos a dar una vuelta y recorrimos todas las calles del pueblo, todas casi vacías. A mí me gustó. Es un pueblo de adobe sin otro mérito estético que su uniformidad, lo que en los tiempos que corren no es poco, calles rectas y largas, alrededores amarillos de cereales maduros y montañas de vegetación rala y una gran plaza verde en el centro.
A un lado de la plaza un terrible monumento „gore“ en tecnicolor: un indio se come con furo gesto de comic el corazón de un soldado español que yace a sus pies con un boquete abierto en el pecho. Junto a la escena, una gran cartela lo explica muy bien.
Como el frío era bastante insoportable y la nariz de Sabine empezaba a ponerse molesta, decidimos ir a cenar algo para después refugiarnos en nuestra mugrienta habitación.
Tras de la caída y del golpe del notebook, llegó entonces la tercera desgracia.
Al pasar por una calle vimos un cartel de restaurante y, dentro, unas mesas con hule que parecían limpias y una mesonera gorda y reluciente que inspiraba confianza. Entramos. Queríamos una sopa caliente, pero no había sopa. Sabine pidió una manzanilla, pero eso no estaba en la carta. Sólo había „pollo al broaster“ y papas fritas. En Bolivia -como también en Perú y en Chile- se come mucho, muchísimo pollo. Casi todos los restaurantes aviares lo ofrecen de dos maneras: „al broaster“ o „al espiedo“. El primero es seco, rebozado con una pasta tipo coraza crujiente. El segundo es asado al palo en máquina. El pollo es uno de los pocos alimentos casi desterrados de nuestra cocina, porque a base de verlos amarillos en el mercado y de tragarnos documentales de animales apresados en 10 cm² nos resultan repugnantes. Yo ya he comido, con todo, dos o tres veces pollo en Bolivia, pero Sabine pidió sólo papas fritas. Cenamos con bastante frío, pagamos nuestros 11 bs y luego nos fuimos a casa.
Casi al salir de aquel tugurio Sabine empezó a sentirse mal. Yo pensaba que era a causa de la nariz, pero era a causa de la comida, que le había descompuesto el estómago.
Por la noche, leí en un libro bastante regular que me compré en La Paz. El autor es un antropólogo francés del siglo xix , racista y positivista:
„Los indios de Tarabuco pertenecen a la raza quichua; generalmente son individuos bien puestos y se pueden considerar como lo más bellos tipos de su raza. Ellos y ellas llevan monteras de cuero de buey, con los bordes ligeramente vueltos y cuya forma semejan exactamente al morrión español. Aunque el indio beba sin medida en el curso de sus fiestas, es, por el contrario, de una sobriedad absoluta el resto del año. El alcoholismo no existe entre los indios, al menos entre el indio agricultor que nos ocupa. La ebriedad individual no tiene sentido para él: la ebriedad por alcohol es realizada en común por todo el pueblo y únicamente en el curso de las fiestas, conforme a usos consagrados. En tiempos ordinarios el indio no bebe más que agua. Su alimentación es casi exclusivamente vegetariana, se compone de papas, maíz, quínoa, oca y excepcionalmente de cabra o de cordero. Hacen una especie de pan sin levadura con harina de trigo o de maíz, un poco de grasa, sal y agua. El indio de la región de Tarabuco masca hojas de coca todo el día. Estas hojas son muy secas y se las mete una a una en la boca, acullicándolas.
El indio de Tarabuco, como los del altiplano, ignora completamente la higiene. Duerme sobre el suelo cubierto de pieles de cordero o de cabra, con la cabeza reposada sobre una piedra o un trozo de madera recubiertos de tejido. Se protege contra el frío mediante mantas de lana tejidas por su mujer. Los indios no se lavan jamás, excepto la cara y las manos los días de fiesta.
La pureza del aire y la habitual sequedad de la atmósfera protegen a los indios contra las enfermedades infecciosas, que son raras entre los adultos, a pesar de la falta de higiene. Por el contrario la mortalidad infantil es considerable.
Todos los tejidos usados por los indios de Tarabuco son obra de sus mujeres. La mayoría están adornados por dibujos que atestiguan un admirable sentido de la armonía de los colores y una gran habilidad. Dibujos y colores no varían, pues sin duda son resultado de una obra colectiva establecida poco a poco en el pasado; pero son superiores en calidad y belleza... Los indios rehúsan vender estos tejidos, porque dicen que han sido fabricados por sus mujeres para el uso doméstico y no admiten que se pueda modificar esta intención haciéndolos objeto de comercio“
Así pues, estábamos metidos en un ambiente mixturado: los criollos han adoptado las costumbres de los indios y no se lavan. Los indios han adoptado las costumbres de los criollos y venden lo que siempre fue invendible: sus telas.
Nos acostamos vestidos, en parte por frío y en parte por asco. El piso del hotel, entretanto, se había llenado: Familias con niños llegadas de los pueblos, jóvenes bajados de monte para divertirse (y beber) el fin de semana, algún comerciante del mercado. El pasillo era una procesión constante, carreras infantiles, discusiones de borrachos, televisiones (una por habitación, eso sí) con telefilmes... Leyendo y sufriendo me fui quedando dormido. Oí a Sabine levantarse y salir al retrete dos o tres veces y, según me contó, siguió levantándose dos o tres veces más que yo no oí, siempre armada de papel y con el tubo de „Sagrotán“ (desinfectante alemán potentísimo que siempre va en nuestro equipaje) en la mano.
Denkmal fuer einen Indio, der einem spanischen Soldaten das Herz herausreisst |
3. Milagro en La Recoleta
Sabeis dónde estoy en este momento? Sentado en la popa de un barco en mitad del río Ibare. Hemos salido de Trinidad esta mañana y desde entonces surcamos las aguas tranquilas
color cobre del río. La capitana y la tripulación pintan sillas y muebles ”labores de mantenimiento”) y nosotros tendríamos que haber ido de excursión para quitarnos de en medio, pero en atención a mi gripazo (lo cogí ayer en San Ignacio de Mojos) y a que así lo queremos, nos han permitido quedarnos a disfrutar de esta escenografía de Mark Twain, con Tom Sawyer y la Vida en el Mississippi a nuestro alcance. Así pues, viendo pasar las nubes por debajo de nosotros, los loros y los monos moviéndose por los árboles y admirando la potencia de la selva, en esta “Reina de Enin”, mucho mejor, más bonito, cómodo y repintado que la Reina de África, tengo que contar el milagro de La Recoleta.
Las arcadas de La Recoleta, en el barrio alto de Sucre / Arkadengang vor der Recoleta, oberhalb von Sucre |
El Hotel de nuestro último día en Sucre / Kolpinghaus |
Al día siguiente, bien dormidos, duchados y desayunados programamos nuestra espera hasta las seis de la tarde, hora en que saldrá el autobús. La mejor manera es ir a La Recoleta, un convento de franciscanos que hay en el mismo monte del hotel y que aún no hemos visto.
Los conventos coloniales de Sucre (de Bolivia, en general) ofrecen pocos atractivos. Todos tienen visitas guiadas por señoritas que cumplen con su cometido: recitan el texto sin apartarse ni una coma del original aprendido, con una distancia y una falta de interés que hace imposible que las bobadas que dicen indignen al visitante. Se limitan a contar anécdotas de la orden religiosa, a proclamar lo difícil que era la vida de las mujeres allí enclaustradas y a enumerar la cantidad de oro o de plata que tienen los objetos litúrgicos, marcos de cuadros o altares que muestran. Si hay alguna pintura o algún trabajo de talla, se limitan a decir que es arte criollo del altiplano y se ahorran nombrar, por ejemplo, a Perú, porque en todas estas manifestaciones hay siempre latente un nacionalismo a ultranza.
Im Kloster Recoleta |
Después de la visita aún nos quedan cuatro o cinco horas muertas. Sabine se refugia en el internet del hotel y yo me voy por las calles en busca de un técnico que me ayude a realizar el milagro de La Recoleta. Casi lo consigo. El aparato no tiene nada roto, pero habría que recargar los programas de nuevo porque hay algo que falla en ellos. Lástima que no tengamos un día más de tiempo!. Por fin, con el aparato funcionando lentamente pero pudiendo recuperar las fotos y los textos, nos vamos al autobús en dirección a Santa Cruz.
A la tercera va la vencida! Esta vez conseguimos salir definitivamente de Sucre.
El Bus de "Alvarito.com" pregunta que qué tal su polvito! |
Von den (Hin-/ Un-/ Runter-/ Durch-)Fällen des Lebens
Gabriel will auch diese Episode(n) unserer Reise nicht auslassen. Ich hätte sie galant übersprungen, aber er meint, wir hätten sonst für diese Tage gar nichts zu erzählen. Also seis drum
Unser Abgang aus Sucre war voller Zwischenfälle. Schon beim Ausflug zum Bramadero hatten wir angemerkt, dass es nicht so einfach ist, die Stadt zu verlassen. Dieser Eindruck verfestigte sich. Auf dem Weg zum Busbahnhof, wo wir fragen wollten, wie wir auf der Rute des Che mit kleineren Etappen von Sucre nach Santa Cruz gelangen könnten, habe ich mich sauber auf die Nase gelegt. Hier ist ja immer alles voller Stolpersteine. Die Gehsteige ändern ständig die Höhe, weil jeder vor seinem Haus pflastert wie er will, und ausserdem gibt es auch im Fussgängerbereich Schlaglöcher über Schlaglöcher. Bisher hatte wir all diese unfallfrei umschifft, aber hier war eine Bordsteinkante plötzlich sehr viel höher als von mir unbewusst wahrgenommen, so dass ich mit dem Fuss hängenblieb und einfach vornüber gekippt bin. Die Hände offenbar in den Hosentaschen, denn so blöd kann man sonst gar nicht fallen. Plautz – einfach auf die Nase. Im wahrsten Sinne des Wortes. Selbige ist mit mir dann wohl noch ein Stück gerutscht, während die Brille da blieb, wo sie aufgeschalgen ist. Will sagen, die metallenen Stege der Brille sind die 10 oder 12 cm vom Nasenrücken bis zur Oberlippe runtergeratscht und haben zwei ordentliche langgezogene Kratzwunden hinterlassen Das Blut troff, ich dagegen hatte Panik wegen der Brille (... Reise abbrechen, sofort nach Hause fliegen, ich sehe NICHTS!). Aber sage niemand mehr was gegen Fielmann-Qualität! Die Nase war hin, die Brille nicht.
Inzwischen ist alles wieder gut! |
Aber ein Unglück kommt selten allein, und so passierte es an diesem Nachmittag, als ich mich im Hostal ruhig halten wollte und Gabriel sich mit den Fotos am Computer die Zeit vertrieb, dass er beim Aufstehen irgendwie unachtsam war und sich im Computerkabel verheddert hat, so dass das gute Stück mit dem aufgeklappten Bildschirm und voll in Funktion auf den Boden fiel und danach nicht mehr recht fröhlich wirkte. Irgendwas ging zwar noch, das System rappelte sich in mehrstündigen Durchgängen, aber es war ganz offensichtlich einiges kaputt.
Wir wollten uns nicht entmutigen lassen, sondern nahmen die Zeichen eher als Hinweise dafür, dass wir diesen Ort endgültig verlassen sollten, so dass wir den Plan für unsere Abreise am nächsten Tag aufrecht erhielten.
Eine Nacht in Tarabuco
Der nächste Tag war Samstag und wir machten uns auf dem Weg nach Tarabuco, etwa 60 km von Sucre entfernt. Hier wollten wir die erste Reisenacht verbringen, am Sonntag Morgen dort den berühmten Markt besuchen, zu dem die Touristen busseweise aus Sucre angekarrt werden, aber dann mit irgendeiner „mobilidad“ (Fahrgelegenheit) weiter nach Villa Serrano fahren, was etwa 3-4 Stunden auf schlechter ungeteerter Strasse entfernt lag, als nächste Etappenstation Richtung Santa Cruz. So der Plan.
Gabriel hatte uns für den Weg nach Tarabuco ein Privattaxi besorgt – das ist oft nicht sehr teuer und war in diesem Fall meiner Nase zuliebe ein willkommener Luxus. Willian (die Rechtschreibung hat hierzulande ihre eigenen Regeln) fuhr uns durch die karge Landschaft südöstlich von Sucre, und Gabriel stellte immer wieder fest, dass alles aussah, wie im nördlichen Kastilien vor 50 Jahren. Die trockenen Felder, die niedrigen Adobedörfer, die Tierpferche mit ein paar Schafen, einem Pferd, einem Esel, die Ziegeldächer ... Willian klärte uns auf, dass wir in grössere Höhen führen – wieder zurück auf über 3000 m – und wir Ignoranten hatten gedacht, dass es nun nach Osten und bergab in üppigere Vegetation und etwas mehr Wärme ginge.
Tarabuco ist ein Kaff. Im Internet hatte man kein Hotel reservieren können, aber die Reiseführer berichteten von ein paar Einrichtungen mit Basis-Service, darunter das Hostal Tarabuco. Willian setzte uns am Platz ab, und dort hing auch an einem Laden ein Schild zum Hostal Tarabuco, das von Unterbringung und Doppelzimmern und Bädern kündete. Gabriel ging in den Laden, und dort brüllte jemand nach hinten „Delia, Zimmer!!!“. Delia erschien, eine reife Frau (in unserem Alter), schwarz gekleidet und mit vergnügtem Gesichtsusdruck. Sie führte uns einige Häuser weiter zum einzigen 3-geschossigen Gebäude des Dorfes. Jaaa, sie habe Zimmer mit Bad.
Sie richtete ihr freundliches Geplauder an „Don Gabrielito“ und wies uns an, uns im Hof des Hauses hinzusetzen (angesichts des Zustands des uns zugewiesenen Sofas blieben wir lieber stehen) und einen Moment zu warten. Delia zog mit Schippe und Besen auf die den Hof umgebende Galerie im ersten Stock, während Gabriel die Koffer die Treppe rauf schleppte. Wir sollten doch mal auf die Dachterrasse gehen. Von dort hatte man wirklich einen schönen Blick auf das Dorf im Abendlicht. Sehr kastilisch, ohne Zweifel, und sehr elemental. Doña Delia hatte inzwischen unser Zimmer gekehrt, und die Ausbeute auf der Kehrschaufel liess uns vermuten, dass das nur einmal im Monat passiert und wir besondere Gäste waren. Dann wurde Bettzeug aus der Bettenkammer geholt, und wir überlegten noch, ob das ein Lager für gewaschene oder für benutzte Bettwäsche sei, als „Don Gabrielito“ schmeichelnd klar gemacht wurde, dass das einzige Zimmer mit Bad leider schon vergeben sei, aber das Etagenbad (das würde sie auch gleich sauber machen) sei ganz in der Nähe und wir seien die einzigen – fast – die es nutzten. Aber davon konnte natürlich nicht die Rede sein. Ein paar der etwa 6-8 Zimmer pro Etage waren schon belegt, direkt nebenan eine Familie mit 2 Kleinkindern, die etw ab 4 Uhr morgens umschichtig brüllten, und im Laufe der Nacht füllte sich das ganze Haus bis zum letzten Bett. Was wir alles life miterlebten, denn die Wände waren aus Papier, alle Fenster gingen in denselben Innenhof und jeder machte so viel Lärm wie er eben wollte. Da war auch der Preis kein Trost, obwohl die Nacht mit 60 Bolivianos (7 €) sicherlich die preiswerteste der ganzen Reise war.
Doña Delia plauderte weiter, wie schön Spanien sei, und sie war auch schon in Rom gewesen und will nun ins Heilige Land, ja, mit einer Agentur, sie kann es sich leisten (aha, mit solchen Pensionspreisen kann man also offenbar Geld verdienen!) ... und wir bezogen endlich, wenn auch mit wenig Begeisterung, unser Zimmer. Inzwischen ist jedoch die Abendkälte eingefallen und uns wird klar, dass wir in dieses Bett ohnehin nicht in leichter Nachtkleidung klettern werden, sondern mit Wollsocken und Fleeceweste. Draussen ist es wirklich lausig kalt, wir drehen eine Runde durch den kleinen Ort und finden schliesslich in einer Seitenstrasse eine Imbissstube, in der wir etwas zu essen bestellen (nein, einen Tee könnte sie mir leider nicht servieren, der stünde nicht auf der Karte). Auf der Karte stand wenig, und während Gabriel immer noch in der Lage war, Huhn zu essen, bestellt ich mir lediglich ein paar Pommes – genauer gesagt Salchipapas, d.h. Pommes mit einem kleingeschnittenen Wiener Würstchen. Ob es letzteres war oder die Sosse der Pommes, die ich für Mayo gehalten hatte – keine Ahnung – aber hier nahm der dritte Unglücksfall seinen Anfang, der die 3er-Serie vervollständigte. Die Nacht wurde ein Alptraum. Ich habe mich mit dicker Jacke und meiner Sagrotanflasche zwischen dem Lärm des Hotels, den Krämpfen meines Magens, der Kälte und der den halben Galeriegang entfernten Gemeinschaftsinstallation hin- und herbewegt und den Tag verflucht, an dem wir auf diese blöde Reise gegangen sind ...
Am Morgen war mein Körper leer, die Sonne schien und die Welt wirkte schon wieder etwas rosiger. Der Markt war klein, nett und wenig spektakulär – es wurden überwiegend die Dinge verkauft, die wir schon im Hochland gesehen hatten, und zusätzliches Gewicht im Gepäck brauchten wir ohnehin nicht. So nahm sich Gabriel meines insgesamt eher bescheidenen Zustands an, engagierte wieder ein Privattaxi und liess uns zurück nach Sucre chauffieren, anstatt mit dem Abenteuer in Richtung weiterer und unbekannter Ziele fortzufahren.
Kolpinghaus Sucre |
Fast ein Wunder
Das Kolpinghaus liegt auf derselben Anhöhe, auf der sich auch das Kloster Recoleta und seine angeschlossene Schule befinden. Es fehlte noch in unserer Besichtigungsliste, so dass wir ihm am nächsten Tag einen Besuch abstatteten. Das Kloster hat 4 Höfe bzw. Kreuzgänge. Im vierten steht eine riesige Zeder, die keine Zeder ist, sondern einer der vielen einheimischen Bäume, die die Kolonisatoren in botanischer Unkenntnis nach irgendwelchen europäischen Bäumen benannt haben. Um den alten Baum herum müssen sich 8 Personen an den Händen fassen, um ihn ganz umgreifen zu können.
Wenn man dreimal rechts um ihn herumgeht, wird ein Wunsch erfüllt, dreimal links herum gibt einen Ehepartner. Da wir letzteren schon haben, ging es rechts herum. Mit grossem Ernst und Konzentration. Da nichts von Geheimhaltung gesagt wurde, kann ich es ja ruhig erzählen: mein Wunsch galt unserer Gesundheit für den Rest der Reise
(und speziell meiner Nase!), Gabriels – das war mir klar – der Gesundheit seines Laptops. Und stellt Euch vor, beim nächsten Versuch liess sich der Laptop immerhin anschalten, und die meisten Programme gingen auch wieder – wenn auch sehr langsam. Na ja, und mit der Gesundheit geht es seitdem auch wieder beständig aufwärts ...
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