Una frontera caliente
(Os recuerdo que si se hace click en las fotos, se verán ampliadas y se podrán leer mejor los carteles fotografiados)
El autobús de Asunción a Córboba
tarda casi veinte horas en hacer el trayecto. Decidimos acortarlo y
hacer noche en Corrientes. Salimos de Asunción por el norte, por
las prósperas calles de Villa Morra y las tiendas de coches de alta
gama.
No es distinto el rubro de la entrada por el sur, pero aquí no
hay tiendas de neumáticos ni gomerías, sino de todoterrenos y de
repuestos, no hay casas de empeños, sino anuncios de la cadena
funararia „El Futuro“.
Se tarda más de una hora en llegar al
campo y a la otra orilla del río Paraguay. No sabemos cuando
llegaremos a la frontera, pero el cobrador nos ha asegurado que nos
avisará y estamos tranquilos.
Y vaya si nos avisa: A los privilegiados europeos se nos ha olvidado lo que es una frontera con sus concienzudos aduaneros, esos seres plenipotenciarios al minuto que pueden disponer de tu cuerpo, tus pertenencias y tu documentación como se les antoje, preguntar lo que les de la gana y escuchar o no la respuesta. Por de pronto hacer esperar. Hay que bajar del autobús con todo el equipaje y colocarse ante la caseta de la aduana paraguaya. La cola de viajeros tiene que aguantar al sol. Qué más les da a los funcionarios de emigración. El señor de delante de mi tiene un serio problema de caderas y apenas puede dar un paso, pero allí aguanta. La flaca señora de detrás de Sabine muerde, más que fuma, un cigarrillo, pero aguanta la solana mientras la fila empieza a moverse lentamente. La ventanilla está a baja altura y es angosta; El aire acondicionado de su interior apenas permite oir lo que el funcionario dice y hay que repetirle la preguntas: ¿Que a qué vamos? ¿Que qué llevamos? ¿Que cuándo volvemos?. Cuando me toca el turno temo incluso no responder adecuadamente. El inspector AGM José Gómez, según el sello que ha quedado en mi pasaporte, es un gorila que parece extraído del curso en fascículos para vigilantes de seguridad que venden con el periódico. Sin embargo cumple su cometido comedidamente, con parsimonia..
Peor es la parte argentina. La cola se va formando ante la puerta de la caseta y, a pocos metros, los funcionarios de migración toman su mate ritual y relajadamente, sin percibir la cara de hastío y cansancio de los viajeros. Una mujer joven lucha con sus bolsos y con un niño de rasgos enanoides que tiene un ataque de llanto furibundo, pero ella no pierde su sitio en la cola. Los carteles explican algo de plantas y de frutos con microbios extraños y abonos contaminantes, Sabine reclama con indiscreción manifiesta („qué tontería!“) y entra en conversación con la señora flaca que come cigarrillos: „No es ninguna tontería, imagináte la cantidad de comercio humano, de contrabando de drogas, de pestes y epidemias que puede evitar un buen registro...“ cuenta que ella fue, el año pasado, a Bulgaria y como llevaba un kilo de yerba mate, la retuvieron 24 horas en la frontera hasta que los aduaneros búlgaros averiguaron qué clase de droga era aquélla.
Y vaya si nos avisa: A los privilegiados europeos se nos ha olvidado lo que es una frontera con sus concienzudos aduaneros, esos seres plenipotenciarios al minuto que pueden disponer de tu cuerpo, tus pertenencias y tu documentación como se les antoje, preguntar lo que les de la gana y escuchar o no la respuesta. Por de pronto hacer esperar. Hay que bajar del autobús con todo el equipaje y colocarse ante la caseta de la aduana paraguaya. La cola de viajeros tiene que aguantar al sol. Qué más les da a los funcionarios de emigración. El señor de delante de mi tiene un serio problema de caderas y apenas puede dar un paso, pero allí aguanta. La flaca señora de detrás de Sabine muerde, más que fuma, un cigarrillo, pero aguanta la solana mientras la fila empieza a moverse lentamente. La ventanilla está a baja altura y es angosta; El aire acondicionado de su interior apenas permite oir lo que el funcionario dice y hay que repetirle la preguntas: ¿Que a qué vamos? ¿Que qué llevamos? ¿Que cuándo volvemos?. Cuando me toca el turno temo incluso no responder adecuadamente. El inspector AGM José Gómez, según el sello que ha quedado en mi pasaporte, es un gorila que parece extraído del curso en fascículos para vigilantes de seguridad que venden con el periódico. Sin embargo cumple su cometido comedidamente, con parsimonia..
Peor es la parte argentina. La cola se va formando ante la puerta de la caseta y, a pocos metros, los funcionarios de migración toman su mate ritual y relajadamente, sin percibir la cara de hastío y cansancio de los viajeros. Una mujer joven lucha con sus bolsos y con un niño de rasgos enanoides que tiene un ataque de llanto furibundo, pero ella no pierde su sitio en la cola. Los carteles explican algo de plantas y de frutos con microbios extraños y abonos contaminantes, Sabine reclama con indiscreción manifiesta („qué tontería!“) y entra en conversación con la señora flaca que come cigarrillos: „No es ninguna tontería, imagináte la cantidad de comercio humano, de contrabando de drogas, de pestes y epidemias que puede evitar un buen registro...“ cuenta que ella fue, el año pasado, a Bulgaria y como llevaba un kilo de yerba mate, la retuvieron 24 horas en la frontera hasta que los aduaneros búlgaros averiguaron qué clase de droga era aquélla.
Por fin los aduaneros argentinos se dignan abrir la caseta y podemos
pasar, con orden, a poner nuestras maletas en la cremallera del
escáner. Se ve que Argentina es mucho más moderna y avanzada que
Paraguay. El funcionario, que no tiene aspecto de gorila sino de
escribiente, se interesa, naturalmente, por el notebook de mi
mochila. Me pide verlo y, al abrirla, repara en las píldoras que
llevo. Tengo que enseñarle todo, explicarle todo, le gusta el
repartidor que me proporcionó el farmaceútico de la madrileña
calle de La Salud y que tan necesario me resulta para mantaner el
orden de las tomas; temo por un momento que me lo vaya a requisar. Me
pregunta si he tenido un „asevé“ y, como
supongo que se refiere al ictus, le digo que sí (luego me entero de que ACV,
son las iniciales de „accidente cerebro-vascular“). Menos mal que he
podido demostrar que mis píldoras son anticoagulantes y no
estupefacientes ilegales, menos mal que se ha olvidado de seguir
mirando en la mochila y no ha visto la manzana y el durazno que llevo
en el fondo, con el gran peligro de contaminar campos y campos de
monocultivos de soja y cereales transgénicos; menos mal que gracias
a estos interrogatorios los burdeles argentinos están libres de
víctimas de la trata de blancas. Menos mal que hay una autoridad que
puede hacer sentir el peso de su poder sobre los modestos viajeros de
un coche de línea para estampar su sello en el pasaporte. Son cinco
minutos cruciales, que pueden cambiar completamente tu vida y que los
viajeros sólo desean que pasen. Me acuerdo de los inspectores de
Gas-Madrid que me dieron el alta de la instalación de casa hace diez
años porque estos funcionarios de aduanas me resultan tan chulos,
todopoderosos y abusones como aquellos. Debe una ser táctica de
comportamiento aprendida para adquirir el título.
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